octubre 19, 2010

Confianza

Salir a la calle podría ser un ejercicio de total suicidio. Un individuo más o menos preocupado por su bienestar pondría en duda la capacidad de sus vecinos para mantenerse en su carril, utilizar el espejo y la direccional antes de cambiarse y respetar los semáforos en rojo ¿o qué nos hace felizmente tomar nuestro automóvil, encenderlo y ajustar el cinturón de seguridad para manejar por las calles sin tanta preocupación?

Aunque nos declaremos personajes aislados y ajenos a los asuntos públicos, aunque digamos que lo peor que podríamos hacer es confiar en la sociedad para sacar adelante nuestros problemas, sea por los pretextos que sean, la verdad es que todos ejercemos un poco de ciudadanía al salir a la calle y depender de tantos factores fuera de nuestras manos para nuestra propia sobrevivencia.

El ejemplo que acá pongo sobre una actividad tan simple como es manejar pone en la mesa el hecho de que somos inherentemente ciudadanos, antes que cualquier otra cosa. Nuestra percepción se construye alrededor de las percepciones de quienes comparten el espacio con nosotros. Salir a la calle y comenzar a caminar, suponer que el de enfrente no se lanzará sobre mí para arrebatarme mis bienes, depender de que los servicios que nos proporcionan distintos negocios tendrán una calidad al menos suficiente para no perder la vida. Ejemplos sobran.

Es una buena noticia que hasta el individuo con mayores tendencias ermitañas, con menos confianza en sus vecinos, y con más comentarios sarcásticos sobre la inutilidad de la participación ciudadana, hasta él todos los días nos da la mejor prueba de que es un ciudadano más. Basta verlo manejar y suponer que el carro que está a punto de llegar a la esquina se detendrá por una luz roja. Y lo más impresionante es que efectivamente se detenga y todo siga funcionando.

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