El capital de un político
frente a una elección está en su capacidad para ser reconocido por sus posibles
electores. Las oportunidades para que pueda aumentar este capital son realmente
pocas, y en la medida que la comunicación entre representantes-representados
tenga que pasar cada vez más por medios masivos, éstas no solo se vuelven pocas
sino muy caras.
El dilema de los políticos que
necesitan ser reconocidos para sobrevivir en la próxima elección los lleva a
pensar en una salida que está haciendo mucho daño a los presupuestos públicos,
y que en ocasiones podríamos presumir que raya en la ilegalidad.
Los legisladores en México han
sido duros contra quienes puedan estar utilizando fondos públicos para
promocionarse a sí mismos. Especialmente durante el sexenio de Vicente Fox la
propia Suprema Corte se pronunció para obligar a las dependencias a aclarar que
los mensajes del gobierno eran públicos y que no buscaban la promoción de
ningún funcionario público. Sin embargo, más allá de eso, las oficinas de
procuración de justicia poco han hecho para sancionar a nuestros políticos.
Entiendo el problema en el que
los hemos metido. Si yo fuera político, probablemente también buscaría
cualquier estrategia para aparecer en los medios y así aumentar mis
probabilidades para ser reconocido por el electorado. El problema, nuevamente,
es que estas estrategias pasen por los fondos públicos que podrían ser
utilizados para resolver problemas reales de las comunidades que gobiernan, más
allá de sus ambiciones personales.
Pongo un ejemplo en la mesa.
Cada vez que vemos la inauguración de un programa de gobierno, nuestros
políticos gastan cientos de miles de pesos para instalar los letreros que van
detrás del pódium. Los llamados banners
con elegantes tipografías y colores no pueden faltar, incluso cuando se trata
de programas que buscan atenuar la pobreza o que intentan repartir algunas
mochilas o útiles escolares para niños de escasos recursos. No hablo de
situaciones hipotéticas, sino de ejemplos que he visto en el último año.
Termina un funcionario
municipal sus funciones y tiene legítimas aspiraciones para ser el próximo
gobernador. Por ley, todos los funcionarios tienen derecho a presentar un
informe anual donde expongan sus logros y retos por venir. Todo bien hasta ahí
pero ¿qué pasa cuando este informe viene aparejado con anuncios por las calles en
espectaculares que cuestan entre veinte a treinta mil pesos mensuales, y que
explícitamente exponen su cara con mensajes “electoralmente rentables”? ¿Es
parte del informe saber lo que ya sabemos, o lo que no queremos saber?
La vanidad parece ser uno de
los pecados más comunes en estos personajes. Esto es algo que tampoco podemos
combatir de manera realista, pero al menos deberíamos poder controlar cuando se
trata de nuestros impuestos ¿Han visto últimamente los anuncios que nos recetan
diputados y senadores? Más allá de lo banal de los anuncios, estos personajes
de verdad parecen estarse creyendo eso de que les debemos la vida y el poder
ver el sol cada mañana. Quisiera que alguien me tache de exagerado después de
analizar el contenido de los mensajes que mandan a sus departamentos de
publicidad.
De alguna manera el debate
pasa entre las ventajas de prohibir cualquier mensaje de políticos que se pague
con nuestros impuestos (salvo cuando se trata de emergencias de sanitarias o de
protección civil), a rescatar lo importante que podría resultar mantener las
áreas de comunicación social como medidas de rendición de cuentas. Sé que no es
una decisión fácil.
Sean informes de labores,
recordatorios de lo bien que hacen las cosas desde sus ámbitos de poder,
letreros de fondo en los pódiums, o simplemente unos segundos al aire en
cualquier noticiero de la localidad, nuestros políticos están jugando su juego
¿Qué estamos haciendo como sociedad para contener esta extroversión mal
encauzada?
Legítimas sus aspiraciones
políticas, pero también legítimo nuestro deseo para que nuestros impuestos sean
mejor gastados que reproduciendo sus caras en nuestras calles.
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