La contemplo consumirse. Antes solía ser un cilindro hecho de petróleo. Una vela, como lo dicen los mortales, los que respiran cada vez que lo necesitan, y eso es aproximadamente cada segundo. Yo no respiro, para qué hacerlo si respirar es como irse muriendo cada vez que uno le arranca a los pulmones un esfuerzo más. Rogarle que se muevan, que se expandan como si fueran partículas de un atomizador inerte.
La vela toma la forma de la gravedad. Se va apachurrando en la base que la sostenía cuando era una hermosa figura con silueta de angel. Ese ser desapareció junto con el calor que de su cabeza emanaba. Era irónico como su cara de felicidad se iba perdiendo lentamente en gruesas gotas que terminaban en el plato amarillo ese que me dio la tía Lena cuando le fui a pedir uno. Y no se lo pedí por gusto, sino porque sentí los golpes y los insultos de la vieja loca esa que me cuida cuando se enterara que su mesita de la sala estaba llena de cera pegada, seca, terminada, dejando una mancha que no saldría más que con una barnizada más. Es chistoso también cómo hacemos tantas cosas en este mundo, actividades comunes, solamente para evitar los castigos. Cuántas veces en realidad hacemos cosas por verdadero gusto. Ni siquiera tenemos seguridad de lo que gusto significa.
Gustos, gustos, gustos. Gusto por gustar. Me gustas. Me gustas, no me gustas. Siento que tal vez el gusto pueda ser parte de nuestra propia esencia de esa que no existe. La que inventamos junto con otro millar de cosas, sentimientos y sensaciones para hacernos más llevadera esta experiencia que apenas comenzamos a entender levemente.
La vela ha desaparecido. Es ahora un charco color marfil en el plato. Se convertirá después.
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