Publicado en Cratoscopio
Uno de los momentos más bochornosos para un ser humano se puede encontrar en un desnudo imprevisto. La ropa se queda atorada en algún lugar y lo que antes nos cubría ahora se encuentra desgarrado en el suelo. La súbita pérdida de la protección deja indefenso al cuerpo pero, principalmente, a la mente. La sensación de comodidad y resguardo previa al accidente se difumina. Intentamos cubrirnos con nuestras manos, abriendo más los ojos para captar quién se ha percatado del suceso, corremos detrás de cualquier objeto mientras pensamos, intentamos reaccionar al instante. En el momento más grave intentamos explicar nuestra incómoda situación con una sonrisa fingida ante nuestro sorprendido auditorio.
La vida se puede contar fácilmente por los momentos de desnudez como excepciones a la normalidad que resulta del vestido. Esos momentos pueden ser suficientemente fuertes y traumáticos como para que borren toda la tranquilidad previa, imprimiendo en nuestro estado de ánimo una inseguridad que llega para quedarse.
El Estado también puede quedar súbitamente desnudo y, contrario a lo que podría pensarse, ello también le generaría un sentimiento de vergüenza del que difícilmente se podrá recuperar. El fenómeno del crimen organizado en nuestro país debe también entenderse y contarse como una serie de momentos excepcionales de desnudez frente a una normalidad que resulta menos permanente. Las ejecuciones que cada día nos hacen llevar un simple recuento, olvidando la indignación y sorpresa que las primeras veces provocaron en nosotros, se vuelven pequeñas púas que van desgarrando nuestra vestimenta. Un caso paradigmático puede ser el Estado de Nuevo León, otrora símbolo del orgullo mexicano, el “Estado del Progreso”, como hasta hace poco tiempo el gobernador Natividad González tenía la osadía de llamarlo.
Lo sorprendente no fue que comenzaran los incidentes y las ejecuciones en las calles y a plena luz del día sino que tardaran tanto en aparecer. Durante décadas, el orgullo regiomontano se vio sustentado en sus poderosas empresas, que marcaban el horizonte de esta ciudad. Empresas que crecían sin ninguna preocupación ni problema, como ejemplo de que sólo el trabajo honrado y constante podía significar el desarrollo de nuestro país. Mientras el resto de las ciudades se hundía en la inseguridad y la pobreza, Monterrey era un oasis difícil de comprender.
El crimen organizado vivió en Nuevo León un matrimonio por conveniencia muy heterodoxo. El sobreentendido era que los hijos de los capos de la droga estudiarían y convivirían en las prestigiadas universidades que hay en la localidad. Las madres y los hermanos también necesitarían un lugar donde pasar tranquilamente sus días, sin el constante peligro de amanecer ejecutados en alguna avenida o afuera de sus casas. Las hijas querrían y podrían salir en las noches con toda la seguridad de que regresarían con bien. Hasta entre criminales hay reglas y acuerdos. O al menos hasta hace poco los había. El acuerdo entre la autoridad y las bandas del crimen organizado era no atacarse en suelo regiomontano para el beneficio de todos los participantes en este jugoso negocio.
Y, sin embargo, un día la burbuja reventó. Los nuevos narcotraficantes que comenzaron a llegar a la ciudad no entendieron el acuerdo; o no quisieron respetarlo. La autoridad comenzó a verse cuestionada por la “poca efectividad” de sus fuerzas del orden. La colusión entre policías y judiciales con el crimen organizado quedó al descubierto y dejó a esta ciudad con una desnudez vergonzosa que ahora no puede esconder. Un día tras otro quedó claro que los policías no tenían la capacidad de enfrentar esta crisis por algo que legalmente se podría llamar conflicto de interés. Cuando de perseguir a un delincuente se tratara, sería un peligro descubrir que ese enemigo también estaba uniformado de azul y portaba una placa. El juego en el que la autoridad de Nuevo León está inmersa, regresando a nuestra metáfora, significa un constante desgarramiento y una expuesta desnudez de todas las prácticas viles que durante décadas permitieron el “peculiar” desarrollo de la metrópoli regia.
Para entender cada uno de los violentos acontecimientos que suceden en este Estado Desnudo tendríamos que remontarnos a los orígenes económicos de esta ciudad, a los pactos entre caballeros que sustentaron el entretejido social de las elites con sus respectivas autoridades y que ahora se encuentran en franca fractura. Recomponerlos será un ejercicio titánico, considerando la cantidad de agravios y agresiones que se han intercambiado los grupos que manejan el dinero de esta ciudad en los últimos tres o cuatro años. Un muerto tras otro representa el hilo de una espiral de la que difícilmente se podrá escapar. Más bien, parece que tendremos que esperar hasta que un nuevo acuerdo emerja de toda esta violencia. Un nuevo vestido que proteja la desnudez ultrajada que ahora nos hace avergonzarnos de todo lo que hicimos y que ya no podemos negar.
2 comentarios:
Muy buena comparación... Situaciones igual de vergonzosas. Ponerse en evidencia frente a quienes te tenían en otro concepto es terrible.
El arreglo que los criminales tenían o tienen, sobre que ciudades o en que lugares no pueden comportarse de cierta forma es una variante mas de desigualdad. Quienes tengan la capacidad económica de pagar por su tranquilidad, no tienen problemas... Que pasa con los que tienen de vecino al vendedor de droga? al ratero? al asesino?
Aunque ahora esté de moda estar desnudo en la calle. Igual mi metáfora ha quedado rebasada.
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